¿Sabes cómo se llamaban las antiguas calles de Morelia?

Un poco de cultura

  Junio del 2019

Por Eduardo Pérez Arroyo

La del Duende. Así se llamaba la hoy llamada Fray Alonso de la Veracruz, en memoria del correcto y avaro don Regino de la Cueva, tan bajito de cuerpo que no pasaba de vara y media y de frente espaciosa por su desmesurada calvicie. La Madero fue antes la Real y luego la Nacional, en concordancia con la política administrativa vigente en el país en las distintas épocas.

En pleno centro de la ciudad, a pocas cuadras de la Catedral y la Plaza de Armas, muchos tramos tenían su propia historia y sus nombres: la del Diezmo, por la casa que servía para tales menesteres; la del Magistrado, la de Las Damas, la de Las Monjas, la del Clarín, la del Mirasol, la del Jarabe, la del Leproso, la del Flojo. El veredicto popular era infalible, y cada metro más lejos del centro y de la supervisión de las autoridades civiles y eclesiásticas la creatividad era más fecunda.

Porque entonces los nombres de las calles provenían del veredicto popular. Se llamaban así porque así debían llamarse, y no por la voluntad y el gusto de la autoridad de turno. Seguramente más de algún moreliano de capa y espada se batió a duelo en la calle del Desafío, varios se rompieron la crisma en la calle del Tropezón y otros tantos llegaron con buen caminar y se retiraron con espíritu alivianado tras pasar por la calle del Licor, entonces de las pocas zonas libres del impuesto federal a las bebidas espirituosas propuesto por el gobernador Aristeo Mercado.

Nuevos tiempos, nuevos nombres

En la antigua ciudad las calles marcaban la historia de los antepasados locales y servían para catastrar costumbres, fe, creencias y supersticiones. En muchos casos alguna población recibía el nombre de su calle mayor, dictada según la tradición, y así se configuraba la identidad de la zona y se otorgaba sentido de pertenencia. Ningún lugareño bien nacido cometería la indiscreción de ignorar el nombre de los recovecos de sus rumbos, y esa dicotomía entre conocimiento e ignorancia además servía para identificar a los afuerinos

Pero también había un costo: esos nombres confusos dificultaban el orden y debían acabar. En 1828, luego de la consolidación del régimen republicano y la separación de la nación española, el Ayuntamiento acordó reformar el nombre de la ciudad, y con ello llegaría también el cambio a la nomenclatura de las calles o cuadras de la ciudad suprimiendo los antiguos nombres y reemplazándolos por otros.

Un motivo principal propició ese proceso. Hasta entonces el acelerado crecimiento de Morelia abría nuevas vías urbanas sin pudor ni consecuencia, y la vieja nomenclatura era misterio insoluble para los visitantes. Una misma calle cambiaba de nombre varias veces, dos podían tener nombres idénticos, un tramo era llamado con dos o más nombres, o en ocasiones la denominación no duraba más que unos cuantos meses. No había buen cristiano que pudiera contra eso, y ante la dificultad cualquiera que tuviese que realizar algún trámite urgente sentía sincera opresión en el corazón.

La flamante nomenclatura oficial lograría aceptación popular apenas bien entrado el siglo XX. Durante las décadas anteriores los vecindarios morelianos, por fuerza del hábito, siguieron utilizando las viejas nominaciones. En muchos casos las propias direcciones comerciales, al precisar los nuevos nombres, se cuidaban de señalar entre paréntesis el apelativo viejo, más nostálgico y conocido.

En lo de la Gachupina

Una conocida española moraba por los rumbos de la zona de prostitución autorizada en la ciudad, que debía ubicarse a no menos de tres cuadras de la Calle Nacional y cuyos establecimientos, según el Reglamento de Prostitución de la ciudad, “sabrían guardar el decoro y ser discretos”. El reglamento, elaborado en 1895, les obligaba a cumplir ciertas normas a cambio de la licencia, y poco a poco las atentas señoritas ­–española incluida– se replegaban hacia los rumbos de los cuarteles Tercero y Cuarto.

De tan conocida, a la calle de la española el gusto popular le denominó la de La Gachupina. A pocos metros las calles del Infiernillo, del Granjero, del Jinete, del Gorrión, del Aguador, del Tejedor y de la Pólvora servían para dar una idea del tipo de concurrencia. El servicio era completo, y si alguien deseaba arrepentirse tras pecar sólo caminaba unos pocos pasos y llegaba a las calles del Perdón, de Santa Catarina, de Las Monjas o Nueva de las Monjas.

Las calles eran más o menos conocidas según sus méritos, y los buenos brebajes fueron siempre para los morelianos asunto de total merecimiento. Entre las calles del Prendimiento y del Tecolote, don Vicente Román tenía su tienda de expendio de vinos El Pabellón. Por otros rumbos, en la esquina de las calles del Comercio y Santa Catarina, se establecía la fábrica de aguardientes La Aurora, del prominente moreliano don Juan Corrillo.

Los billares también eran cosa fecunda. En la de La Gachupina estaba el de don Apolonio Romero. En la del Alacrán, don Francisco Mejía atendía el suyo. En la del Cautivo, don José Guadalupe Gallardo. En la de La Enseñanza, don Mónico López. En la de Matamoros, antigua Calle del Cultivo, con un billar y otros juegos permitidos, prosperaba don Ramón A. y Álvarez. Otros billares y juegos se distribuían principalmente hacia el centro de la ciudad, pero juego, licor y damas de compañía generalmente iban de la mano.

Como en todas las épocas, el consumo inmoderado del mosto también acarreaba consecuencias, y la autoridad permanecía presta para refrescar a palos a cualquier revoltoso. La penitenciaría se ubicada al interior del edificio del Supremo Tribunal de Justicia, en la esquina de las antiguas calles de la Alhóndiga y Mira al Llano. Para las damas, la cárcel de mujeres o Casa de Recogidas se ubicaba en la Calle de la Cruz.

Otros nombres aún más alegóricos, que se correspondían con las actividades del barrio, abundaron por la ciudad. En la Calle del Obispado, hoy Juárez, los morelianos de sombreros de paja caminaban por un suelo de tierra que con las lluvias se convertía en espectacular desafío. En la antigua calle del Pez, hoy García Obeso, ante las casas de fachadas blancas los antiguos vecinos toleraban a diario las aguas negras del canal del medio. En otras zonas estaban la del Salero, la del Cintillo, la del Sapo, la de Pito Real, la del Cuerno, la del Muerto, la del Molino, la del Peine, la del Gitano, la que Mira al Río, la del Dragón Chino, la del Soldado, la del Fresno, la del Retiro, la del Curtidor, la del Ahorcado, la del Mollejón, la de los Infantes, la de las Carnicerías, la de la Factoría, la del Peligro, la del Viejo Sonso…

Con el tiempo esos viejos nombres desaparecieron y hoy sólo algunos, los más viejos o los estudiosos de la historia, los recuerdan. En ocasiones representaron la principal forma de identidad local, y en otras la resistencia de los lugareños ante la obligada modernidad impuesta desde la autoridad. El retiro de esos viejos nombres se llevó consigo miles de historias construidas por décadas, a pulso y escala humana. Fueron las más veces localistas y excluyentes, a veces estéticos y coloridos, a veces a un paso del mal gusto... Siempre, orgullosos de su terquedad.

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