Cuerpo que narra

Un poco de cultura

  Junio del 2019

Por Eugenia Cárdenas

Viva la Vida fue mi primer tatuaje. En ese entonces, en octubre de 2014, mis intenciones y mis emociones eran distintas a las que experimento al momento de escribir esta historia, el lunes 10 de abril de 2017.

El sitio Wateke Ink de Celaya no ha cambiado mucho desde la última vez que lo visité. Al frente, en la recepción, vitrinas con diversas opciones de piercings posan para los que modifican su cuerpo. También, en otros estantes, las pipas esperan por los fumadores.

Más atrás, en una habitación del lado derecho, la puerta entreabierta ilumina el lugar exclusivo para los tatuajes. En un mostrador, como piezas de museo, las tintas, máquinas, agujas, incluso guantes, se exhiben para los tatuadores. En algunos cuadros colgados en la pared, apoyando al despliegue de la exposición de arte, los dibujos de clásicos tatuajes enmarcados con sus respectivas maría luisas lucen para los espectadores; y, hasta el fondo, un librero posa con la bibliografía que sirve de inspiración para realizar las obras que quedarán plasmadas en la piel.

En la esquina de dicho lugar, en un escritorio, Yzmael prepara el diseño que le proporcioné días antes, cuando programé mi cita. Al realizar los trazos, más como un arquitecto definiendo las líneas exactas con sus reglas y escuadras que como un pintor que se centra en el lienzo, menciona que son seis años los que lleva realizando tatuajes. La mayoría de las personas que llegan con él, suelen proporcionarle un diseño de tatuaje específico, como es mi caso; mientras que otros le facilitan imágenes de Internet, las cuales debe corregir para pulir aquellos pequeños detalles que pasan desapercibidos ante los ojos de quienes no estamos acostumbrados a esta labor.

Curiosamente, en los días pasados, vi en tres lugares distintos el mismo tatuaje: una alumna en Celaya, una chica en León, y una imagen en Internet; este era una pluma que se desvanece para convertirse en aves que emprenden el vuelo. Sé que mi tatuaje no será una reproducción, porque más allá de la realidad corpórea y la práctica de hacerse presente, soy el sujeto que vive y construye desde él su subjetividad; tal cual lo menciona Sastre Cifuentes (2011): “el cuerpo se entiende como la exteriorización de la realidad interna del sujeto”. Y esta acción, es la necesidad de brindarle sentido a este momento de mi existencia.

Pasamos al área de trabajo, fuera del sitio de recepción, que como en un quirófano con sus paredes blancas, perfecta iluminación, camillas y sillas, Yzmael actúa como un cirujano al prepararse para perforar mi piel con el grupo de agujas distribuidas entre liners y shaders, cuya diferencia es que las primeras son utilizadas para delinear, mientras que las segundas se usan para rellenar o sombrear.

La última vez, mi cuerpo dejó lucir los nervios mediante un enrojecimiento y salpullido en el cuello al pensar en el tiempo, el dolor y la estética de la obra de arte que permanecería conmigo el resto de mis días. Esta vez, más segura de estos tres elementos, es menos mi temor, y el ímpetu ahora se transmite en una sonrisa nerviosa.

Como en la vida, “el tatuaje tiene para el sujeto un sentido expresivo y narrativo que adopta sus particularidades a partir de su universo individual” (Sastre Cifuentes, 2011). La expresión de este dolor, que dura dos horas y media, y la breve risa que se interpone por bloques, es un resumen de mi acontecer diario que ahora se narra en mi cuerpo.

Yzmael, un completo extraño en mi vida, ahora es como un amante que se acerca a esta intimidad, rozando y curando la piel de mi brazo, contando una historia que se refleja en esta unicidad, que servirá de testimonio para una trascendencia imborrable, el sello que sobrevivirá al olvido.

Cada vez más cerca del final, la piel más sensible deja escapar la agonía de la espera; los músculos se tensan y aumenta mi pulso. La curiosidad me golpea y me asomo para ver el posible resultado. Unos últimos detalles y una nueva historia, irreversible y permanente, me acompañará en este vínculo simbólico.

Viva la Vida fue mi primer tatuaje, en octubre de 2014. Algunos pensarían que este hace referencia a la canción de Coldplay, lo cual no niego; sin embargo, es más su relación con la pintura de Frida Kahlo de 1954 cuando ocho días antes de morir, plasmó entre la pintura rojo sangre, en mayúsculas en una de las sandías, la frase: “VIVA LA VIDA”. Como un homenaje a la vida de la artista, este tatuaje lo llevo en mi espalda, del lado izquierdo, cerca del corazón, para no olvidar la historia a la que brinda testimonio.

Hoy, 10 de abril de 2017, llevo en mi brazo tatuada una cámara. Sería un cliché como fotógrafa; pero a mis treinta años es un recordatorio del recorrido que inició hace quince años, cuando tomé por primera vez una cámara. Un instrumento aparentemente frío que bajo la mano del hombre crea las más hermosas imágenes traducidas en luz.

Días después, mientras los últimos vestigios de sanación abandonan mi piel, hago un recorrido de estos quince años, la mitad de mi vida, y las imágenes que marcaron cada paso, como un recordatorio para trazar la evolución de esta labor y pasión que me ha acompañado: la fotografía, ahora convertida en una obra en el lienzo que es mi cuerpo.

  Regresar